domingo, 26 de julio de 2009

NOSOTRAS QUE NOS QUEREMOS TANTO


Cuando pienso en la relación con mis amigas, me da una sensación de alegría, me siento acompañada, comprendida, querida, identificada y escuchada entre otros sentimientos. A lo largo de mi vida he encontrado niñas, adolescentes y hoy en día mujeres que me han regalado su amistad. Hoy puedo decir, que la amistad que tengo con ellas es más madura, sólida, más adulta. A muchas de ellas las veo poco, pero de desde la distancia estoy segura que me acompañan y las acompaño en este camino llamado vida.
Cuando pienso en la amistad entre nosotras tengo la seguridad que nos hemos acompañado en los momentos más difíciles de nuestras vidas, como en los divorcios, cuando uno de los padres o hermanos se han ido, la angustia ante la enfermedad de un hijo, en el truene con el galán, en el proceso de envejecimiento de nuestros padres, las dificultades con los hijos adolescentes, o cuando andamos perdidas o insatisfechas en nuestras vidas, ahí estamos para consolarnos, para hacernos saber que valemos, que podemos salir adelante a pesar de la adversidad. Y claro, también somos unidas en nuestras alegrías, cuando se termina la maestría, se logro un ascenso o cambio de trabajo, en las bodas, el nacimiento de un hijo, cuando en nuestras vidas hay un amor, o cuando bajamos de peso, ahí estamos todas para celebrarlo.
Sin duda, nosotras mujeres hemos aprendido a ser solidarias, a valorarnos y sentirnos orgullosas por el logro de otras, a sentirnos alegres o tristes por nuestras amigas, su dolor nos duele, sus alegrías nos hacen felices. Entonces, si hemos aprendido todo esto, me pregunto ¿porqué también podemos ser tan brutalmente destructivas entre nosotras?
La envidia, si la maldita envidia que va de la mano con la inseguridad que nos hace ser tan perversas y duras con aquellas mujeres que no son de nuestra estima. Como aquellas con las que pasamos más tiempo en el trabajo, las de la familia política, las compañeras de trabajo de los maridos, las que están en el gimnasio, o simplemente las que nos encontramos en el supermercado o en centro comercial en un probador.
En el trabajo, escucho a mujeres hablando mal de otra(s), por que han conseguido algún ascenso, o por que se viste mejor, o tiene más belleza (a percepción de quienes las juzgan) o tiene una buena relación con los compañeros de trabajo, etc., es centro de murmuraciones, calumnias, sabotajes, groserías, es decir, deben pagar el precio por haber logrado algo más, por pequeño que sea, que las otras no tienen. Lo mismo pasa entre cuñadas, suegra – nuera, vecinas, etc., es decir, hay que atacar a toda aquella mujer que amenace nuestra seguridad.
Y claro, en la superficie establecemos una competencia absurda. Si “ella” se ve bien con un vestido rojo, otra corre a comprarse otro vestido rojo con el que se sienta se ve aún mejor, si “ella” trae un bolso nuevo y es de marca, decimos que es pirata y nos compramos un original aunque luego tengamos saturada la tarjeta de crédito. Pero lo que hace más daño de esta competencia estúpida es que todo aquello que criticamos, nos enoja o sentimos que nos agrede, son nuestras propias inseguridades generadas de una pobre autoestima.
¿No será más sencillo en vez de estar en esta lucha? aceptemos nuestra naturalidad y diversidad femenina. Seguramente habrá mujeres con las que nos identifiquemos más y otras que no nos simpaticen pero éstas últimas no son mejores ni peores que nosotras, solo diferentes.
¿Qué será tan difícil reconocer el talento de otra mujer? Reconocer que hay mujeres valiosas, luchadoras, trabajadoras, exitosas y en vez de ser obstáculos aprendamos a ser puentes de crecimiento entre nosotras y así seremos más fuertes y más plenas y no tendremos necesidad de competencias inútiles y desgastantes. ¿Será posible?